Por: Miguel Eduardo Martínez Sánchez
Profesor asociado, Facultad de Medicina y coordinador académico de la Maestría en Fisiología
Profesor asociado, Facultad de Medicina y coordinador académico de la Maestría en Fisiología
Universidad Nacional de Colombia
Para desaprender el fanatismo, la obcecación, el prejuicio o
la intolerancia, Colombia necesita una educación para la paz apoyada en los
principios de la neurociencia de la cognición social y los procesos de paz
realizados en otras latitudes, referentes del aprendizaje efectivo de la
inteligencia colectiva, la cual se modifica desde la experiencia de la
inteligencia individual.
A través del ensayo La inteligencia fracasada. Teoría y
práctica de la estupidez, el filósofo español José Antonio Marina se ocupa
de realizar una disección minuciosa de ese fenómeno común a todos los humanos,
a través de cuatro tipos de fracasos: cognitivos, afectivos, del lenguaje y
voluntad.
El resultado de su ejercicio es un inventario casi
exhaustivo de aquellos atributos encarnados en los más reconocidos personajes
que, como agentes del fracaso, habitan en las narrativas literarias y
cinematográficas, desde Sísifo hasta Ulises Lima (heterónimo del poeta mexicano
Mario Santiago Papasquiaro), y desde Eurídice hasta la Maga (uno de los
personajes de Rayuela de Julio Cortázar).
Marina, uno de los filósofos que ha encontrado resonancia en
el gran público y por tanto despierta cierto desdén en el mundo académico
universitario, convoca a un estudio más serio y científico sobre la estupidez
humana, para ello utiliza el mismo esfuerzo que se hace por caracterizar su
contraparte, la inteligencia, y a partir de este llamamiento abroga también por
su enseñanza.
Según el ensayista y pedagogo, la inteligencia es “la
capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la
información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo.”
La lectura de este libro alimentó mis crecientes sospechas
sobre lo que en ocasiones considero una cierta “ingenuidad” por parte de las
neurociencias contemporáneas. Ellas se ocupan de la emoción, la memoria, la
musicalidad, el aprendizaje, la planeación, la anticipación y un largo etcétera
de dominios “positivos” de la condición humana, pero prácticamente separan el
“lado oscuro”: la maldad, la violencia, la corrupción, el engaño y la
brutalidad.
Al despuntar el siglo XXI, las agencias del gobierno
estadounidense centraron buena parte de los objetivos de financiación en
develar en una década (2000-2010) de investigación científica las bases de las enfermedades
cerebrales degenerativas. Durante este tiempo, los estudiosos del cerebro se
dieron a la tarea de entender, entre otros aspectos, las bases neurales de la
cognición (si se quiere léase con una enorme licencia, la inteligencia)
humana, hoy conocida como neurociencias.
No se estudia la estupidez
De la gran cantidad de áreas del conocimiento que se
desprendieron a partir de esa empresa inicial, en la actualidad existe un
acervo inabarcable que incluye a la neuroética, neuroeducación, neuroeconomía,
neuromarketing y otra docena más de “neurodisciplinas”, interesadas en precisar
cómo funcionan los sustratos cerebrales que dan lugar a los cientos de rasgos
que caracterizan la cognición y, por qué no, la condición humana.
No se requiere mayor esfuerzo de indagación bibliográfica
para darse cuenta de que estas disciplinas se ocupan muy tangencialmente de los
atributos de la estupidez que señala Marina.
En ese sentido, no hay una neurociencia del prejuicio, del
dogmatismo, del automatismo del discurso, del malentendido, de la impulsividad,
de la indecisión, de la inconstancia y de la obcecación, por señalar solo esos
fracasos de la inteligencia, reconocidos con facilidad como rasgos
característicos de la sociedad.
Por el contrario, existe una creciente y desbordante
bibliografía que se ocupa de indagar las estructuras cerebrales encargadas de
vincular a los seres humanos, entender la mente de los demás y
ponerse en el lugar del otro.
Se trata de comprender cómo funcionan juntas las estructuras
que constituyen el “cerebro social”, denominado así por la mayoría de los
autores. Estos estudios agregados y sistematizados reciben el nombre de
cognición social o, más específicamente, neurociencia de la cognición social.
Inteligencia y estupidez, en los mismos módulos del cerebro
Dejando de lado el tema de las “neuronas en espejo”, que
atrae la imaginación del público con inmensa facilidad, es importante realizar
algunas referencias a autores, cuyas obras de divulgación pueden ser
esenciales, cuando se intenta elaborar una reflexión sobre la utilidad de la
neurociencia de la cognición social, para el proceso de paz que afronta el
país.
En 1997, Andrew Meltzoff de la Universidad del Estado de
Washington sorprendió con su explicación sobre el papel de la imitación gestual
de los bebés, a partir de allí emprendió un camino hasta postular su hipótesis
del Like me (Como yo) en 2005. En síntesis, esta teoría postula que
desde la imitación gestual infantil se construye la comprensión del otro como
uno igual a mí.
Por otra parte, Michael Tomasello, del Instituto Max Planck,
ha elaborado un camino similar con sus estudios sobre la cognición en primates,
cuyo resultado fue publicado en el libro ¿Por qué cooperamos? En su
texto, el psicobiólogo estadounidense, describe a la especie humana como la
única con capacidad para meterse en problemas.
Otra referencia es Ralph Adolphs, del Instituto de
Tecnología de California (Caltech, por sus siglas en inglés), quien consolida
una propuesta sobre la estructura del cerebro social, en la cual recoge
atributos ya descritos destinados al funcionamiento cerebral, como la
jerarquización, la estructura modular y la interconexión espacio temporal de
estos módulos para la ejecución de diversas tareas.
Para ello articula sobre
este cerebro social tareas aparentemente diversas, como el procesamiento
sensorial, la evaluación de las recompensas, motivación, emoción, empatía y
emoción moral.
De acuerdo con Adolphs, profesor de psicología y
neurociencias, el funcionamiento del cerebro social fundamenta la cognición
social, y esta a su vez el comportamiento y funcionamiento social.
El recorrido intelectual en este mismo campo de uno de los
padres de la neurociencia cognitiva y de la noción de organización modular del
cerebro, Michael Gazzaniga, también exhibe rasgos similares; si intuitivamente
se consideran dos de los títulos de su extensa bibliografía personal, El
cerebro social (1993) y El cerebro ético (2005).
Según Gazzaniga, algunos módulos cerebrales sirven para
todo, desde la socialización y la emoción, hasta la toma de decisiones y
planeación. La neurociencia contemporánea estudia solamente los aspectos
positivos y no aspectos negativos como la estupidez. Incluso si se estudiara,
es improbable que se encuentren el núcleo de la estupidez o las neuronas de la
estupidez, simplemente lo que se hallará es que tanto en una como en otra
(inteligencia y estupidez) participan los mismos módulos.
Modificar la inteligencia colectiva
¿Qué se puede aportar al articular las reflexiones
filosóficas de José Antonio Marina sobre la estupidez con algunos de los muchos
autores que hoy se refieren a una neurociencia de la cognición social? La
respuesta es contundente: una aproximación en clave de esperanza.
Uno de los ámbitos que plantea Marina es la inteligencia
colectiva, desde la cual se puede analizar, por ejemplo, el actual proceso de
paz. En tal sentido, los circuitos cerebrales tienen capacidad de entender lo
que le sucede al otro y se pueden modificar a través de la experiencia. De esta
manera, las neurociencias proveen un marco tranquilizador, porque es posible
que la inteligencia colectiva sea modificable.
En consecuencia, es importante aludir los casos exitosos de
procesos de paz en otros países, los cuales podrían ser referentes del
aprendizaje efectivo de la inteligencia colectiva, aunque para ello se requiere
que la inteligencia individual también se modifique.
Si bien los fracasos ya señalados como rasgos compartidos
por los colombianos parecen fijos e inmutables, la neurociencia contemporánea
muestra un cerebro con capacidad de desaprender y aprender a lo largo de toda
la vida.
De esta manera, surgen más inquietudes, ¿se pueden
desaprender el fanatismo, la obcecación, la intolerancia, la manipulación del
malentendido, el prejuicio…? ¡Por supuesto que sí!, sólo se requiere de una
educación para la paz basada en principios pedagógicos, articulados sobre la
neurociencia de la cognición social, en otras palabras, Colombia necesita de
neuroeducación moral para la paz.
Edición: UN Periódico
Impreso No. 197