viernes, 13 de mayo de 2016

Neuroeducación para la paz

Por: Miguel Eduardo Martínez Sánchez
Profesor asociado, Facultad de Medicina y coordinador académico de la Maestría en Fisiología 

Universidad Nacional de Colombia


Para desaprender el fanatismo, la obcecación, el prejuicio o la intolerancia, Colombia necesita una educación para la paz apoyada en los principios de la neurociencia de la cognición social y los procesos de paz realizados en otras latitudes, referentes del aprendizaje efectivo de la inteligencia colectiva, la cual se modifica desde la experiencia de la inteligencia individual.

A través del ensayo La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez, el filósofo español José Antonio Marina se ocupa de realizar una disección minuciosa de ese fenómeno común a todos los humanos, a través de cuatro tipos de fracasos: cognitivos, afectivos, del lenguaje y voluntad.


El resultado de su ejercicio es un inventario casi exhaustivo de aquellos atributos encarnados en los más reconocidos personajes que, como agentes del fracaso, habitan en las narrativas literarias y cinematográficas, desde Sísifo hasta Ulises Lima (heterónimo del poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro), y desde Eurídice hasta la Maga (uno de los personajes de Rayuela de Julio Cortázar).

Marina, uno de los filósofos que ha encontrado resonancia en el gran público y por tanto despierta cierto desdén en el mundo académico universitario, convoca a un estudio más serio y científico sobre la estupidez humana, para ello utiliza el mismo esfuerzo que se hace por caracterizar su contraparte, la inteligencia, y a partir de este llamamiento abroga también por su enseñanza.

Según el ensayista y pedagogo, la inteligencia es “la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo.”

La lectura de este libro alimentó mis crecientes sospechas sobre lo que en ocasiones considero una cierta “ingenuidad” por parte de las neurociencias contemporáneas. Ellas se ocupan de la emoción, la memoria, la musicalidad, el aprendizaje, la planeación, la anticipación y un largo etcétera de dominios “positivos” de la condición humana, pero prácticamente separan el “lado oscuro”: la maldad, la violencia, la corrupción, el engaño y la brutalidad.

Al despuntar el siglo XXI, las agencias del gobierno estadounidense centraron buena parte de los objetivos de financiación en develar en una década (2000-2010) de investigación científica las bases de las enfermedades cerebrales degenerativas. Durante este tiempo, los estudiosos del cerebro se dieron a la tarea de entender, entre otros aspectos, las bases neurales de la cognición (si se quiere léase con una enorme licencia, la inteligencia) humana, hoy conocida como neurociencias.

No se estudia la estupidez

De la gran cantidad de áreas del conocimiento que se desprendieron a partir de esa empresa inicial, en la actualidad existe un acervo inabarcable que incluye a la neuroética, neuroeducación, neuroeconomía, neuromarketing y otra docena más de “neurodisciplinas”, interesadas en precisar cómo funcionan los sustratos cerebrales que dan lugar a los cientos de rasgos que caracterizan la cognición y, por qué no, la condición humana.

No se requiere mayor esfuerzo de indagación bibliográfica para darse cuenta de que estas disciplinas se ocupan muy tangencialmente de los atributos de la estupidez que señala Marina.

En ese sentido, no hay una neurociencia del prejuicio, del dogmatismo, del automatismo del discurso, del malentendido, de la impulsividad, de la indecisión, de la inconstancia y de la obcecación, por señalar solo esos fracasos de la inteligencia, reconocidos con facilidad como rasgos característicos de la sociedad.

Por el contrario, existe una creciente y desbordante bibliografía que se ocupa de indagar las estructuras cerebrales encargadas de vincular a los seres humanos,  entender la mente de los demás y  ponerse en el lugar del otro.

Se trata de comprender cómo funcionan juntas las estructuras que constituyen el “cerebro social”, denominado así por la mayoría de los autores. Estos estudios agregados y sistematizados reciben el nombre de cognición social o, más específicamente, neurociencia de la cognición social.

Inteligencia y estupidez, en los mismos módulos del cerebro

Dejando de lado el tema de las “neuronas en espejo”, que atrae la imaginación del público con inmensa facilidad, es importante realizar algunas referencias a autores, cuyas obras de divulgación pueden ser esenciales, cuando se intenta elaborar una reflexión sobre la utilidad de la neurociencia de la cognición social, para el proceso de paz que afronta el país.

En 1997, Andrew Meltzoff de la Universidad del Estado de Washington sorprendió con su explicación sobre el papel de la imitación gestual de los bebés, a partir de allí emprendió un camino hasta postular su hipótesis del Like me (Como yo) en 2005. En síntesis, esta teoría postula que desde la imitación gestual infantil se construye la comprensión del otro como uno igual a mí.

Por otra parte, Michael Tomasello, del Instituto Max Planck, ha elaborado un camino similar con sus estudios sobre la cognición en primates, cuyo resultado fue publicado en el libro ¿Por qué cooperamos? En su texto, el psicobiólogo estadounidense, describe a la especie humana como la única con capacidad para meterse en problemas.

Otra referencia es Ralph Adolphs, del Instituto de Tecnología de California (Caltech, por sus siglas en inglés), quien consolida una propuesta sobre la estructura del cerebro social, en la cual recoge atributos ya descritos destinados al funcionamiento cerebral, como la jerarquización, la estructura modular y la interconexión espacio temporal de estos módulos para la ejecución de diversas tareas. 

Para ello articula sobre este cerebro social tareas aparentemente diversas, como el procesamiento sensorial, la evaluación de las recompensas, motivación, emoción, empatía y emoción moral.

De acuerdo con Adolphs, profesor de psicología y neurociencias, el funcionamiento del cerebro social fundamenta la cognición social, y esta a su vez el comportamiento y funcionamiento social.

El recorrido intelectual en este mismo campo de uno de los padres de la neurociencia cognitiva y de la noción de organización modular del cerebro, Michael Gazzaniga, también exhibe rasgos similares; si intuitivamente se consideran dos de los títulos de su extensa bibliografía personal, El cerebro social (1993) y El cerebro ético (2005).

Según Gazzaniga, algunos módulos cerebrales sirven para todo, desde la socialización y la emoción, hasta la toma de decisiones y planeación. La neurociencia contemporánea estudia solamente los aspectos positivos y no aspectos negativos como la estupidez. Incluso si se estudiara, es improbable que se encuentren el núcleo de la estupidez o las neuronas de la estupidez, simplemente lo que se hallará es que tanto en una como en otra (inteligencia y estupidez) participan los mismos módulos.

Modificar la inteligencia colectiva

¿Qué se puede aportar al articular las reflexiones filosóficas de José Antonio Marina sobre la estupidez con algunos de los muchos autores que hoy se refieren a una neurociencia de la cognición social? La respuesta es contundente: una aproximación en clave de esperanza.

Uno de los ámbitos que plantea Marina es la inteligencia colectiva, desde la cual se puede analizar, por ejemplo, el actual proceso de paz. En tal sentido, los circuitos cerebrales tienen capacidad de entender lo que le sucede al otro y se pueden modificar a través de la experiencia. De esta manera, las neurociencias proveen un marco tranquilizador, porque es posible que la inteligencia colectiva sea modificable.

En consecuencia, es importante aludir los casos exitosos de procesos de paz en otros países, los cuales podrían ser referentes del aprendizaje efectivo de la inteligencia colectiva, aunque para ello se requiere que la inteligencia individual también se modifique.

Si bien los fracasos ya señalados como rasgos compartidos por los colombianos parecen fijos e inmutables, la neurociencia contemporánea muestra un cerebro con capacidad de desaprender y aprender a lo largo de toda la vida.

De esta manera, surgen más inquietudes, ¿se pueden desaprender el fanatismo, la obcecación, la intolerancia, la manipulación del malentendido, el prejuicio…? ¡Por supuesto que sí!, sólo se requiere de una educación para la paz basada en principios pedagógicos, articulados sobre la neurociencia de la cognición social, en otras palabras, Colombia necesita de neuroeducación moral para la paz.