Transcripción del capítulo sobre el perdón del libro
la
FUERZA DE CREER de Wayne Dyer:
"Me dispuse a escribir, a hablar en público, a grabar cintas y a darme a
conocer a través de los medios de comunicación.
Aparecía regularmente en la televisión nacional y hablaba
delante de numerosas audiencias, ganando a la vez mucho más dinero del que
nunca hubiera imaginado.
Y llegó un día en el que recibí algo por correo que iba a poner a prueba mi
recién estrenado éxtasis.
Era una carta certificada que me
notificaba que me habían demandado. Aunque yo sabía que ello no
significaba nada, por unos momentos me quedé asombrado. Jamás en mi vida nadie
me había amenazado con nada parecido, y por otra parte pensaba que no conocía a
ningún abogado.
Tras gastarme miles de dólares y pasar
dos años enzarzado en batallas de carácter legal, llegué a la conclusión de que
había vuelto a las andadas, a mis viejas ideas y deseo de venganza.
La rabia que sentía me estaba
destrozando.
No comía lo suficiente. Perdí mucho peso. Me encontraba fatal y la ira seguía
apoderándose de mí.
Me sentía como una víctima.
Me hacía constantemente la misma pregunta: "¿Por qué me está sucediendo
todo esto? ¿Por qué no desaparece de mi vista?".
Una tarde, tras haber contado en una charla la historia del perdón que concedí
a mi padre, se me encendió una pequeña luz en la cabeza.
Comprendí que la clave se hallaba en el
perdón y no en el odio o la rabia. En ese momento ya no me preocupaba la
demanda en lo más mínimo.
Esa noche dormí mejor que nunca.
Pensé en las personas que me habían demandado y les envié a todas el perdón.
A la mañana siguiente completé mi acto de perdón.
Me negué a seguir participando en ese absurdo proceso.
Pensé en todos los problemas que ello me acarrearía y en las personas a las que
afectaría.
Abrí las puertas de mi corazón de par en par y detuve todos
esos pensamientos negativos que fluían por mi cerebro.
Esa misma mañana les envié un ramo de flores y una serie de
libros para que los leyeran.
Notifiqué a mi abogado que iba a hacerme cargo de todos los costes judiciales y
honorarios en los que hubiera incurrido hasta el momento y le pedí que se
mantuviera al margen y no prosiguiera con el caso.
Mis pensamientos, que en un principio habían sido de rabia, se vieron invadidos
por el amor.
Sabía que yo solo podía enfrentarme a cualquier imprevisto y que las cosas me
irían muy bien.
Tres días después recibí una nota del abogado de la parte
demandante en la que me comunicaba que habían dejado el caso y se disculpaban
por todos los problemas que me habían causado.
Habían firmado su renuncia. ¡Todo había acabado!
Tras haber gastado miles de dólares y haber vivido una pesadilla durante dos
años, aprendí del todo la lección del perdón que ya había comenzado a
comprender en Biloxi hacía mucho tiempo.
Me sentí obligado a recrear una
existencia desgraciada para comprender todo el contenido del mensaje, y todo lo
que gasté y lo que pasé, ahora sé que fue por una poderosa razón.
Enseñarme la lección del amor sobre el
odio y asegurarse de que no la iba a olvidar.
La única respuesta al odio es el amor; todo lo demás sólo le perjudicará.
No me lamento por nada de lo que me ocurrió.
En el momento en que pasé de la rabia al
perdón todo llegó a su fin.
Fui libre en tan sólo un instante, y el resto sencillamente tuvo lugar en la
forma.
Tras ese encontronazo con la justicia me juré a mí mismo que
iba a poner en práctica el perdón. Me puse en contacto con todas las personas
de mi vida por las cuales había sentido cierta hostilidad o molestia. Decidí
eliminar las viejas asperezas mediante el perdón.
Quería estar bien seguro de que si moría en ese preciso
momento no iba a quedar ninguna persona en el planeta que me guardara
rencor sin que yo hubiera intentado hacer las paces, a pesar de saber que
"yo no era el culpable de ello". (¿Acaso no somos todos así?)
Había unas cuantas personas a las que les había prestado algún dinero y no
pensaban devolvérmelo.
No hablaba con ellos desde hacía varios años y esas deudas pendientes habían
estropeado nuestra relación.
A todas ellas les envié ejemplares de mis libros autografiados, algunas cintas
que había preparado y una nota en la que les deseaba la mejor de las
suertes, les ofrecía todo mi amor y la esperanza de que estuvieran en perfecta
salud. En ningún momento mencioné la deuda.
Había decidido que no pasaba nada
si no me pagaban. Y no sólo les perdonaba, sino que también les enviaba todo mi
amor.
Me he comprometido a perdonar por pequeño que sea al motivo. Sólo me llevó unas
horas zanjar ese caso. No me quedaba ningún enemigo.
No podía dirigir mi odio a
nadie del planeta. No podía echar las culpas de lo sucedido años atrás a ningún
miembro de mi familia.
Ni a algunos de mis colegas o jefes con los que había estado en desacuerdo.
Me había subido al tren del perdón y el trayecto era maravilloso. Todo me salía
a la perfección.
Mi relación con aquellas personas era prístina, y no
solamente me encontré enviando amor sino que también lo recibí. Logré
cobrar algunas de mis deudas, y aunque otras nunca fueron saldadas, no importa.
Quiero a todas esas personas de igual modo, y ahora en el momento de escribir
este libro no se me ocurre pensar en ninguna persona a la que guarde rencor.
Por otro lado, ahora sé que no tengo a nadie por perdonar y que nunca lo hice.
Lo que sucedió es que corregí mi errónea concepción de suponer que los demás
eran los causantes de mi insatisfacción.
Paradójicamente, a través del acto del
perdón, he llegado a un punto en el que el perdón me resulta
totalmente innecesario.
He
aprendido a aceptar a mis semejantes tales y como son, y nunca he pretendido
amar algo que en realidad no amo.
Ahora también soy consciente de que ya no necesito de esas reacciones
emocionales e inmovilizadoras que solían acompañarme en mis encuentros con
aquellas personas que me desagradaban.
En
consecuencia, la aceptación me ha permitido verles según lo que en realidad son
y el lugar que ocupan, y no olvidarme de que lo mismo sucede en mi propio
caso.
Toda reacción hostil o negativa, como resultado de los demás, me permite ahora
ver el lugar en el que estoy o dejo de estar y ya no requiere mi perdón. He
llegado a un punto en el que ya no necesito perdonar, a través del perdón, y
valga la redundancia.
Otra paradoja, de las tantas que he ido apuntando a lo largo de este
libro".
Wayne W, Dyer,