Por Agustín Ricardo Angarita Lezama
Una discusión me
dio pie para reflexionar sobre el tema de algunos pasatiempos actuales. Estoy convencido
que la vida hay que protegerla sobre cualquier cosa. Para mi nada, por sublime
que parezca, justifica atentar contra ella. Defender la vida es un compromiso
con lo sagrado y con lo más preciado de la sociedad. Quizás por eso me formé
como médico. Es posible que eso mueva mi amor por la educación y el periodismo.
Hay estudios
calificados que comprueban que el uso de juguetes bélicos favorece el
aprendizaje de conductas violentas en los jóvenes. Igual ocurre con los vídeo
juegos, que en su mayoría utilizan la violencia, lo más real posible, como
incentivo para atrapar jugadores. Los seres humanos no nacen violentos. La
violencia se aprende y este tipo de juegos ayuda a construir conductas y
mentalidades violentas.
Existe un
entretenimiento que consiste en jugar a matar a los contrincantes. Los
jugadores reciben armas que deben disparar para señalar con pintura el cuerpo
de sus opositores cuando aciertan sus disparos. Paintball se denomina el juego.
Los practicantes argumentan que mejora condiciones físicas y psíquicas además
de prevenir la obesidad. También que descarga mucha adrenalina y da sensaciones
muy cercanas a un enfrentamiento bélico.
¿Qué será lo que
sucede con nuestros jóvenes que necesitan diversiones extremas para gastar su
adrenalina?
Los adultos aprendimos a gastar adrenalina buscando afanosamente trabajo,
laborando muy duro para ganar el
sustento para nuestros hijos y familia, haciendo malabares para hacer empresa o
generar proyectos. La tensión extrema la sentimos cuando presentábamos
entrevistas laborales, cuando presentábamos informes laborales o nos hacían evaluaciones
en nuestros trabajos. Además, cuando se accidentaba algún miembro de la
familia, cuando había que pagar obligaciones bancarias y no teníamos con qué
sufragarlas, cuando llegaban las cuentas de las matrículas de los colegios o,
peor, de las universidades de nuestros hijos. Mucha adrenalina se gastó
estirando un sueldo siempre escaso para cubrir las múltiples necesidades del
hogar, y con el pánico que produce la amenaza de muerte de un hijo afectado por
un ataque de asma, fiebre o convulsión a la madrugada y los bolsillos limpios.
Para mí la guerra
no es un juego. Matar no es una diversión. Jugar a asesinar a alguien, por la
necesidad de sentir el pulso acelerado, la tensión en el pecho y los músculos
que da el vertimiento de cargas de adrenalina en la sangre, es, por lo menos,
indigno. Muchos soldados que han estado en la guerra, han salido lisiados
psicológicamente por el pavor que causa sentir la muerte al asecho constante.
Creo que hay que
reivindicar la vida, su respeto supremo y la alegría de disfrutar del mayor bien
de la existencia: ser joven. Querer matar a otro, así sea en juego debe marcar
el alma y dejar secuelas en el espíritu que tarde o temprano pueden aflorar. El
respeto por el otro pasa por la clase de pasatiempos que usamos. En una época
tan violenta como la que vivimos, recordar el imperativo de amar al prójimo, es
un canto a la vida, a la convivencia y a la esperanza.